Por Claudia Valerga (*)
Si el mundo fuera justo, él hubiera sido uno de los grandes periodistas, si por eso se entiende lo que el mundo cree: “una estrella de televisión”. Pero como lo de pertenecer a la elite de la pantalla chica y la capacidad profesional no son sinónimos, podríamos asegurar que Alejandro Sonich era un profesional para letras de marquesina, aun sin pasarpor la sala de maquillaje.
E incluso, si el mundo fuera justo, nuestro incondicional amigo, nuestro colega, no se tendría que haber ido a ver el parquet desde tan alto. Apenas tenía 58 años y le quedaban miles de sueños por cumplir, cientos de goles por gritar, por relatar, por anticipar.
Su voz de trueno, cascada por el pucho, sabía contarnos qué estaba pasando con los gigantes de zapatillas chirriantes. Gritaba falta y triple antes de que la pelota hiciera bailar la red.
Eran el básquet y el fútbol sus dos grandes pasiones. Ferro, su equipo. Fuimos en ese marco deportivo, compañeros de trabajo. De transmisiones de fútbol donde se le rezaba a cada cable que se ataba en los techos de las cabinas. Hacíamos de todo en esas jornadas de partidos de fútbol en canchas amigas y adversas: conexiones imposibles, llamados en parabólica y lo mejor, un gran periodismo.
Ale se cabreaba cuando la previa se ponía difícil y parecía que la salida al aire no iba a ser posible. Pero siempre lo era. Cuando subíamos la perillita del micrófono, el oyente recibía el lujo de sus comentarios, sin presumir la malasangre previa.
Corría todo el día, saltaba de un trabajo al otro, de un tren a dos colectivos, hasta que pudo manejar su propio auto “modelo periodista”. A pesar de esos enlaces de viajes, siempre llegaba a tiempo. Agitado, pero sin quejarse.
Fuimos pocos los que sabíamos de su enfermedad. “No se lo digas a nadie”, nos pidió cuando le dieron el diagnóstico. Y a partir de ahí, decidió ponerle el pecho a ese viaje de malas noticias. “Te voy a hinchar seguido, compañero”, le solía decir. Y nos hablábamos por whatsapp. “¿Cómo anda, amigo?”. “Bien”, me contestaba y comenzaba a contar lo que estaba padeciendo. Lo hacía con una dignidad que te ponía la piel de gallina y te hacía pensar que, como el milagro de un gol de media cancha, podía zafar.
Los periodistas no deberíamos escribir sobre la muerte de un amigo y, sin embargo, tarde o temprano nos toca. Son letras con visión borrosa y corazón que se hace el fuerte para concluir la nota que nunca queremos publicar.
Ale Sonich le peleó a la vida para ejercer la profesión que eligió y no abandonó a pesar de los altibajos y los desencantos. Era un periodista de excepción, un tipo que buscaba para sí laburo tras laburo y aun daba oportunidades a los más jóvenes. Era un verdadero compañero de trabajo. Un amigo al que este mundo injusto no le hizo la vida fácil. Nada fácil.
(*) Editora de la revista Gente de Ferro