Por Darío Rodríguez y León Lagares
Corría la mañana del 24 de octubre del año 2002 cuando Antonio Echarri, padre del reconocido actor argentino Pablo, fue secuestrado mientras se encontraba atendiendo su puesto de diarios ubicado en Crucecita, partido de
Avellaneda. Antonio estuvo privado de su libertad una semana y durante esos siete días el país estuvo en vilo por la noticia. Pero, mientras los ciudadanos se mantenían al tanto del caso por el televisor, la radio o los periódicos, la familia Echarri estaba desesperada no solo por la salud del patriarca, sino por su propia privacidad. En retrospectiva, el hecho deja varias cuestiones para analizar, liberando debates éticos y morales que interpelan a la sociedad, pero sobre todo a los periodistas, que deben tener una mirada crítica sobre lo ocurrido y reflexionar acerca de la manera en la que se trabajan casos de este estilo.
Hechos, actores y conceptos
En aquella época los secuestros extorsivos no eran una anomalía en el país, y menos en Buenos Aires, que promediaba uno cada 38 horas. Sin embargo, lo que sí era una novedad era el carácter público de aquellos afectados. Pablo Echarri estaba en el mejor momento de su carrera y mantenía una relación mediática con Nancy Dupláa, otra estrella del cine nacional. Quizás ese fue el motivo que llevó a los medios a actuar de la manera que lo hicieron, exprimiendo cada segundo al aire hablando del caso para elevar el rating, explotando en el camino la imagen de los Echarri y dando información falsa e inventada.
No hay duda de que lo que sucedía era de interés público por la condición de famosos de las víctimas y porque la atención de la sociedad estaba claramente puesta en el caso, y menos dudas acerca del interés comercial. Por eso, cada canal de televisión tenía su móvil en la puerta de la casa familiar y los medios gráficos enviaban a sus mejores cronistas, todo con el objetivo de conseguir una primicia a toda costa.
Al principio esa guardia periodística parecía inofensiva, pero con el correr de los días y el aumento de la tensión, entre tantas teorías que se debatían al aire basadas en puras conjeturas, y con la imagen del frente del hogar al aire por 24 horas, la cobertura empezó a tomar forma de acoso. Pablo Echarri no tardó en pedir a los medios que traten con delicadeza el caso y menos tardó en pedir un “manto total de silencio” sobre el mismo, especificando su deseo de que la prensa se corriera del lugar y respeten su privacidad.
Aquí es entonces que entra un gran debate en escena, con varios conceptos y actores en juego:
por un lado, estaban las empresas periodísticas, quienes buscaban información de último momento para poder venderla al público, avalados en principio por la libertad de prensa. Por eso estaban ahí, en la vía pública, pero grabando una propiedad privada y transmitiéndola en vivo, en lo que era una violación directa a la vida y personalidad de los Echarri, traspasando los límites de la intimidad de su domicilio, algo que es “intocable” según la mismísima Constitución Nacional de 1953 en el artículo 18 de las Declaraciones, derechos y garantías. Tal era el asedio mediático sobre esa casa que Pablo debía escabullirse para poder salir y que los vecinos le pasaran comida por la terraza.
En la otra cara de la moneda están los Echarri, que contrastan con los medios por obvios motivos. Por un lado, Pablo estaba en constante roce con ellos, expresándose en contra de su manera de actuar en pleno vivo, en lo que fue una demostración perfecta de su libertad de expresión.
Finalmente, están los propios periodistas. Varios movileros fueron entrevistados en aquel momento mientras estaban afuera del hogar de los Echarri, y sus respuestas dejaban ver una disconformidad unánime de estar allí, sabiendo que podían interferir en la investigación y que estaban incomodando a la familia. Sin embargo, ahí se mantenían, firmes como soldados, en un acto que respaldaba los dichos del filósofo francés Pierre Bourdieu, quien alguna vez aseguró que “el periodismo es una profesión muy poderosa, compuesta por individuos frágiles y liderada por jefecitos terribles”. ¿Los periodistas no podrían haberse negado a estar ahí, amparándose en la cláusula de conciencia y teniendo en cuenta que los intereses del periodista no tienen por qué ir de la mano de los del medio? Pero no sucedió así, y no fue hasta el pedido desesperado de Pablo Echarri -ordenado por los propios captores que querían menos atención mediática para poder liberar a Antonio que se empezaron a retirar.
Pero, los movileros no eran los únicos periodistas trabajando el caso y mucho menos los que más jugaban con todos los límites. Desde el piso de los programas de televisión se daba al aire y sin ningún escrúpulo información cien por ciento falsa. Se decía de todo, fueron capaces de inventar que Adrián Suar prestaría los 200 mil dólares del rescate y elaborar llamadas telefónicas con la supuesta voz del secuestrador, y hasta llegaron a asegurar la muerte de Antonio.
Para terminar, existió otra corriente de periodistas: aquellos que no trabajaban el caso y que criticaban la manera en la que todo se trataba, como fue el caso de Osvaldo Pepe, que en un claro caso de autorregulación escribió: “El nombre que nos identifica no es caprichoso. Somos medios y no fines en sí mismos. El caso Echarri nos mostró, con inmediatez y transparencia, digamos con precisión mediática, que no honramos ese lugar”.
Post secuestro
Tras su regreso a casa, Antonio se dirigió a los periodistas que se encontraban afuera de la morada de manera directa y tajante: “Pido que en el futuro traten un caso así humanitariamente y que no inventen cosas. Sean ecuánimes. No me pregunten más acerca del caso porque tengo que mandar a la pu** que lo parió a alguno”. Posteriormente también declaró que se sintió mal cuando Mauro Viale inventó que él estaba muerto, y categorizó esto como una tortura a su familia. Las palabras de la víctima entran bajo el derecho a réplica, que tiene lugar por las calumnias del conductor.
Conclusión
Este es un claro ejemplo de cómo el periodismo puede perder el norte, la empatía y humanidad, y cruzar los límites éticos y morales incluso en un caso tan delicado y desafortunado como el secuestro de una persona, todo con el fin de cumplir su labor y conseguir, o inventar si es necesario, la primicia, y así obtener unos efímeros puntos de rating, llegando al punto de entorpecer el acuerdo entre la familia y los secuestradores, y colaborar más con los delincuentes que con las víctimas, como explicó Pablo Echarri. Los dueños de las empresas periodísticas estaban al acecho ante cualquier novedad sobre el caso, e inventaban noticias con el objetivo de aumentar la tragedia que rodeaba al secuestro con títulos amarillistas. Y es que, tal como dijo Osvaldo Pepe, hay ocasiones en las que “se teme lo peor”, y muchas veces lo peor, es lo mejor para que esos “jefecitos terribles” puedan seguir exprimiendo al máximo las tragedias para su propio beneficio.
BIBLIOGRAFÍA
Apuntes de ética de Héctor O. Becerra
https://www.lanacion.com.ar/espectaculos/pablo-echarri-hablo-a-corazon-abierto-
del-momento-mas-duro-de-su-vida-tuve-que-negociar-la-vida-de-nid21042023/