Por Mario Wainfeld (publicada en Página/12 el 24 de junio de 2012)
Tengo, ay, más de sesenta años. Eso significa que la aciaga racha de 18 años sin campeonatos ¡de Primera! me capturó (empalagado de éxitos) al final del primario, se prolongó durante el secundario y toda la Facultad. O sea, toda mi formación académica estuvo ensombrecida por el padecimiento futbolístico. Comparado con la pesadilla que acaba de terminar parece una bicoca, pero hay que recordar con Paul Nizan que nadie es feliz a los veinte años y con Freud que la adolescencia tiene visos de calvario.
El abuelo Wainfeld bajó del barco y por lo que sé, minga de fútbol. Mi viejo era un hincha pasional, también lo fue el más querido de los tíos. Acepto tener primos de San Lorenzo y de Chaca y hasta un sobrino adorado de Boca, hijo de mi hermana. El pluralismo todo lo puede, pero “mi” rama de los Wainfeld es gallina y a otra cosa.
Un padre judío arrastra la culpa como su sombra. Sin embargo, jamás me reproché haber ejercitado un sutil intervencionismo estatal para inducir en mis hijos el amor al equipo de la banda. El afecto ayuda, también ir a la cancha juntos (la experiencia más bella para compartir con los varones). Hay gurúes de derecha que denuncian que me favoreció el viento de cola. No hay tal, aunque es cierto que los varones Wainfeld nacieron al final de la dictadura: les tocó una racha gloriosa de buen fútbol y vueltas olímpicas. Aprendieron a sufrir ya mayores de edad, no está tan mal.
Culposo y todo, jamás me arrepentí de que la familia honrara su tradición. Formados en una sociedad democrática, tanto como en un entorno familiar progre y discutidor, mis hijos jamás me recriminaron el mandato que derivó en el descenso a las tinieblas. El amor a la camiseta es una pasión vitalicia e irrenunciable. A nadie se le ocurriría apearse ni abjurar, ésa es la gracia.
La montaña rusa del fútbol acaso sea una lección de vida. Aguantar los trapos y seguir al equipo en las buenas y en las malas, he aquí un logro cotidiano en la más humilde de las tribunas… un sueño imposible para muchas parejas y líderes políticos.
Humanos somos, nos acomodamos a la adversidad. Creí que el descenso me apunaría, me pregunté qué sería de mi rutina sabatina. El primer partido de este campeonato desestabilizador, contra Chacarita, me encontró atento, concentrado, aquerenciado en la condición de nuevo pobre. Con añoranzas, consciente de las privaciones jamás imaginadas… pero con el solo objetivo de remontar la cuesta.
En este torneo, parafraseando a un célebre hincha de Racing, era cuestión de transitar del Infierno al Purgatorio. Ahí llegamos, estimo que sin que sobrara nada, pero con justicia. El Paraíso es otra cosa, ojo. Está atrás, en un pasado pletórico de glorias. Y quién le dice, en el futuro. La ilusión es otra característica imbatible del hincha.
Comparar a este plantel con otros es una crueldad indebida, inadecuada en un contexto agradable. Cómo parangonarlos con el Enzo, Jota Jota López, el mariscal Perfumo, Passarella, el chileno Salas, Aimar, a Oscar Ortiz, Orteguita, Crespo, el Pato Fillol, Alonso… Por no mentar más que a los top de mi Parnaso, no especialmente original ni completo.
De hoy uno ve prospectos. La ilusión permanente con los chicos del club es otra ensoñación futbolera. Cirigliano, Ocampos y hasta el delantero Funes Mori podrán llegar lejos, si se los rodea bien y se los alivia de sobreexigencias.
Vuelvo atrás, repaso y creo que en estos meses sufrí menos que en los 18 años de proscripción y abstinencia millonario. Uno está maduro, hay otros problemas, otras fuentes de satisfacción, se deben medir las emociones. Pero no controlé mi pasión y, francamente, no tendría encanto que hubiera sido así. Y, para qué mentirle, hice todo lo que estaba a mi alcance para acompañar al plantel. Roté cábalas. También, agnóstico como soy, le pedí a un ex sacerdote cristiano, gran amigo y gallina de aquéllos, que rezara, él que podía. Si Dios existe: gracias y que me perdone, lo hice por una causa justa.
El Purgatorio no es un ámbito para envanecerse sino, esperemos, una estación de tránsito. Pero con franqueza, ayer grité los goles de River como si fuera la primera vez, la única, como si ese partido atroz fuese el centro del universo. Esa es la magia del fútbol, esa que presiona para que termine esta columna y me vaya para seguir con el festejo. Celebración de nuevo pobre que recobró la autoestima, pero celebración al fin.