Por Ariel Scher
Si la miraban de frente, Majito sonreía.
Y si la miraban desde el Sur, sonreía. Y si la miraban desde cerca, sonreía. Y si la miraban desde horizontes fuleros porque había demasiadas nubes, ahí estaba Majito, que sonreía. Y si la miraban cuando las mañanas se desaparramaban espléndidas, Majito disfrutaba de esos esplendores y, también, sonreía.
Y si no la miraban porque lo accesorio se imponía sobre lo importante, no cambiaba nada: Majito igual sonreía.
La sonrisa de Majito -María José Bandi, en los documentos y en una formalidad que no constituía un rasgo suyo- recorrió Tea y Deportea durante una historia.
Primero lo hizo con la camiseta de estudiante, en el centro de las aulas, como una alumna que recordaba en cada circunstancia por qué tenía el cuerpo arriba de una silla, vuelta una de esas gentes que, sin más ceremonias que algún mate, conseguía que la clase tuviera un poco de experiencia festiva y un mucho de aprendizaje colectivo. Majito parpadeaba fascinada -y sonreía- en las fugacidades en que un dato nuevo le fortalecía la vocación de periodista. Majito descerrajaba un chiste -y, claro, sonreía- entre los silencios de los profes que le permitían colar sus salidas únicas. Majito saludaba de ida y de vuelta -y sonreía la plenitud de su sonrisa- en la inauguración y en el cierre de todas las mañanas en las que escribía, leía, bromeaba, ironizaba y abrazaba hasta al aire de la escuela porque así era o porque las gentes que pueden sonreír de ese manera transforman a la existencia, más allá de cualquier rutina y más allá de cualquier decepción, en algo mejor.
Después, encaramó esa sonrisa aún más arriba en los años a través de los que trabajó en la Secretaría de Alumnos. Había mediodías en los que estudiantes extraviados en los problemas más urgentes le traían una confidencia y Majito, generosa, imparablemente generosa, sonreía. Había primeras horas en las que docentes sin método administrativo le susurraban desconciertos y Majito, sin sudar una desesperación, acomodaba el mundo de los papeles y de fuera de los papeles y sonreía. Había cientos de momentos en los que quien fuera se sentía en pérdidas, en soledades o en aburrimientos y marchaba al escritorio de Majito porque ahí Majito estaba, porque ahí Majito oía, porque ahí Majito, vencedora de sus propias pérdidas, de sus propias soledades y de sus propios aburrimientos, miraba lindo y, mucho mucho, sonreía.
Majito continuó representando las vísceras de TEA cuando regresó de ese escritorio a su patria en Tandil. Persistió en elevar humores relatando las andanzas de Josefina, su mamá entrañable. Perseveró, como si los kilómetros fueran nadas y sólo nadas, en los lazos afectivos hondísimos que entretejió con las incontables personas que la descubrieron en el curso de tantas temporadas porteñas. Envió «abrazos salamineros» y saludos labrados con cariño para los cumpleaños o porque sí nomás. Y certificó, sin decirlo, que si al planeta se le extinguieran las tecnologías energéticas, desde algún rincón, maravillosa y necesaria, la sonrisa de Majo detectaría la fórmula para que las cosas valieran la pena llena de luz.
Todo lo demás -en Buenos Aires, en Tandil, en su TEA y Deportea, en la geografía que sea- son los episodios que sabrán narrar quienes frecuentaron a Majito y comprenden que no resulta posible una semblanza que se eleve hasta la altura de su dimensión humana.
Es inevitable compartir todo eso en este tiempo de asombro triste porque que Majito se fue, tempranísimo, y su partida es un golpe que destartala tanto a los huesos como a las lágrimas. Pero que deja intactas a las memorias.
Muchas gracias, Majito. Si en el universo hay lugar para el honor, muchísimos corazones laten con la certeza de que ese honor fue conocerte.
Te quisimos, te queremos, te vamos a extrañar. Ahora mismo miramos rumbo a la vida y nos estás sonriendo.