Por Daniel Aller
Las muertes no son todas iguales. Hay muertes que, por diferentes razones o circunstancias, pegan más que otras. Algo de eso me pasó con la muerte de Marcelo y no puedo explicar por qué. Tampoco me interesa intelectualizarlo. La sentí y la sigo sintiendo cerca, entre el estupor inicial cuando vi el posteo del Turco Amdan en fb y el dolor inmediato que aún perdura cada vez que sale el tema.
La famosa foto de Marcelo que le dio el Premio Rey de España.
No fui amigo personal de Marcelo, sí compañero de trabajo en una redacción, en la agencia Interdiarios, donde nuestros horarios jugaban en contra: no coincidían. Por lo general Marcelo llegaba cuando yo me estaba yendo. De todos modos lo conocía muy bien, y respetaba y admiraba, claro, por su historia y por sus fotos, que tal vez era la mejor manera de conocerlo, porque Marcelo era reportero gráfico de tiempo completo. Andaba siempre con el chaleco y la cámara colgando cruzada de su cuello. Nunca distraído, aunque a veces parecía estarlo.
En el relativamente poco tiempo que duró “La Interdiarios” tuvimos la posibilidad de compartir un intenso viaje de trabajo como enviados especiales. Fueron 42 días en Estados Unidos para el Mundial de 1994, ese en el que le cortaron las piernas a Diego, y valieron por casi todos los cafés prometidos pero nunca tomados por los involuntarios desencuentros horarios que teníamos en la redacción.
“Termina el viaje y perdemos la memoria”, me dijo cómplice, con el cigarrillo a un costado de su boca y guiñando un ojo, en la escala en Miami del vuelo de regreso. Y al llegar al país, cuando nos despedimos en Ezeiza, insistió con algo así como “no olvides lo que te dije, eh”. No, Marcelo, no lo olvido. Descansá tranquilo. Aunque no haya nada que ocultar, la palabra se respeta.