Por Ariel Scher (*)
Nunca conoceremos cómo lo hizo, pero Paul Auster nos permitió enfrentar al tiempo y derrotarlo. Sus historias, unas historias en las que cabían un millón de historias, unas historias mejores que todas las historias, nos viajaban desde cualquiera de sus páginas hasta los ojos y desde los ojos hasta la residencia permanente en nuestra mesita de luz para que el tiempo, nuestro tiempo, incluso la suma de todos los tiempos, se esfumara o se quedara quieto o se fuera a fumar un pucho a las veredas de Brooklyn con su Auggie Wren o con otros de sus personajes y nos dejara invictos frente a los relojes, hechos jóvenes y viejos en un solo instante, transformados en pasajeros de una eternidad dichosa. Acaso resultaría más fácil decir que Paul Auster, básicamente, escribía mejor que los dioses. Sin embargo, esa certeza rotunda se revelaría corta. No hubo un sólo verbo en Paul Auster que no desafiara a las nubes del pasado, a las fragilidades del presente o a los fantasmas del futuro, pero, inclusive asumiendo eso, leerlo desactivaba los horarios y los devenires. Cuando leíamos a Paul Auster parecía que lo único que haríamos en la existencia que nos quedara sería leer a Paul Auster.
Al cabo, era lógico. Paul Auster narraba la soledad y, mientras lo hacía, nosotros sentíamos de todo menos soledad. Cuando exploraba los miedos que multiplica el mundo, nosotros palpitábamos de todo menos miedo. Cuando ponía en duda mucho de lo que teníamos afirmado, nosotros dudábamos de todo menos de seguir leyéndolo. De nuevo: no se trataba sólo de que escribía mejor que los dioses. Sucedía que nos arrimaba a lo más humano de la humanidad y, en consecuencia, no había otra perspectiva más humana que amarrar sus libros.
Atrapados por leerlo, nosotros, por ahora, no encontramos maneras de sacarnos de encima el asunto ese de la muerte. Poderosa la muerte porque hasta termina con el tiempo de los que construyen una obra que le gana al tiempo. Y, entonces, nos avisan que Paul Auster murió.
Inútiles como somos, lo único que se nos ocurre ahora, ahora mismo, es perseverar en el hábito hermoso: leerlo y vencer al tiempo
Salute y gracias enormes, maestro. Hasta la mesita de luz siempre.
(*) Profesor de Deportea