Por Carlos Arasaki (*)
El periodismo en tiempos de olimpismo muchas veces se parece a un atleta amateur invitado por el COI que hasta unas semanas antes no tenía idea qué sería de su vida.
Participa sin presiones, no tiene nada que perder ni reprocharse, se sorprende de ver autos azules y transita la experiencia sin culpa ni cargo. Se enceguece ante la magnificencia del evento al punto de permitirse cuestionar a otros competidores que se prepararon durante un ciclo olímpico o durante toda una vida para ese momento.
El paracaidismo no es deporte olímpico y es una pena para el periodismo porque ganaría varios oros.
No, no está mal en absoluto desconocer un deporte, a sus atletas, su reglamento, o su historia. Al contrario: bienvenidos los Juegos Olímpicos para descubrir de qué transpiran otros seres humanos.
Lo que no supera el corte clasificatorio es la medición del éxito a partir de la altura. Si piso el suelo entonces valgo menos que si me elevo un poco para subir a algún escalón del podio, preferentemente el más alto.
El periodismo muchas veces no gusta de hacer los ejercicios básicos. No se le exige que explique el sistema de descuentos aplicado por los jueces de saltos ornamentales, pero tampoco puede alegar a su favor su propia torpeza para salir indemne.
El atletismo y la natación –los dos deportes que más medallas olímpicas reparten– son disciplinas de tiempo y marca y, por ende, con resultados mucho más predecibles estadísticamente hablando. Por ejemplo, si Delfina Pignatiello llega a los Juegos en el puesto 60ª del ranking mundial de 1500 metros libre en base a su tiempo, no es complicado augurar que no tiene destino de final olímpica.
Pero es menos trabajoso observar con pereza, señalar con vehemencia y opinar con indolencia de algo sobre lo que no se tiene registro. Ni de tiempo, ni de marca, ni de trabajo de campo.
Que los comunicadores contextualicen los escenarios contribuiría en dosificar los niveles de agresividad que escupen las redes sociales. Los elogios y las muestran de afecto llegan, pero las críticas despiadadas penetran aún más. Nadie disfruta tanto en las buenas ni sufre tanto en las malas como los propios atletas.
No obstante, el periodismo en tiempos de olimpismo es, unas saludables veces, como una estrella del deporte que se prepara durante todo el ciclo olímpico para ese evento. Que entrena, lee, se involucra, investiga, planifica y pregunta.
Que durante los años previos a los Juegos no le escapa a la rutina del oficio y de la actividad deportiva, pero que no pierde de vista que habrá un evento que exigirá una preparación acorde a su exigencia.
Hay exatletas con mucha capacidad pedagógica para contar su deporte. Hay comunicadores instruidos que clarifican con practicidad. Hay medios autogestivos que desovillan hilos para contar historias.
Si de algo puede estar segura la prensa es que los atletas juzgados serán más indulgentes de lo que lo fueron con ellos. Al cabo, nadie le reclamará al periodismo ninguna medalla. Ni siquiera un diploma. Se conformarán con pedirles un papel: el más digno que puedan ejercer.
(*) Egresado y docente de Deportea. Trabaja en A24.