José Pablo Feinmann murió el 17 de diciembre. Filósofo, novelista, cuentista, experto en cine, firma habitual en las páginas periodísticas de la Argentina, su obra tiene una dimensión y una profundidad que perdurarán notables. También puso la mira en el fútbol. Aquí, a modo de tributo, un texto suyo que apareció en Página/12 el 16 de agosto de 2015.
¡Agustín! ¡Agustín! ¡Agustín!
Por José Pablo Feinmann
Vamos a decirlo ya: entre muchos otros, que sería largo enumerar, hubo tres grandes arqueros en el fútbol argentino. Carrizo, Cejas, Fillol. Fueron tan grandes que ninguno tuvo la suerte que merecía. Carrizo, en un Mundial, el único que jugó, la fue a buscar adentro seis veces. En Chile, contra Peñarol, River se fue a los vestuarios ganando 1-0. En el segundo tiempo, Amadeo para con el pecho una pelota larga y la devuelve al mediocampo. Para qué. Los de Peñarol se enfurecen y River pierde 2-4 una Copa que tenía ganada. Fillol, que sucedió a Cejas en el arco de Racing cuando éste fue a jugar al Santos de Pelé, gana un Mundial, saca una pelota imposible y otra pega en el palo, como si no se atreviera a entrar, a faltarles el respeto a los tres palos del genio que los custodiaba. Fillol gana su Mundial, pero fue el del ’78, el de la Junta Militar, el de Videla. Y Cejas no pudo jugar el que seguramente iba a ser su Mundial. El de 1970, en México. Largamente se venía discutiendo sobre quién sería “el arquero del ’70”. La competencia era feroz: el Gato Andrada, José Miguel Marín, Hugo Orlando Gatti, Polleti, Buttice, etc. El puesto de titular de la Selección Argentina fue para Cejas, que lo cubrió admirablemente. Sin embargo, él, que merecía como nadie ser el arquero del ’70, no pudo serlo porque ese Mundial no existió para Argentina. En una jornada triste de agosto de 1969, en la Bombonera boquense, elegida porque ahí el rugido de las tribunas se amplificaba atemorizando a los rivales y exaltando a los propios (un recurso que ya explicitaba el miedo a perder y el excesivo respeto a un rival que lo merecía, pero al que no había por qué rendirse antes), Argentina empató 2-2 con Perú y se quedó fuera del Mundial. Agustín atajó como un león. Sacó pelotas durante los 90 minutos. Pero Cachito Romero lo derrotó dos veces. En buena ley. En el primer gol logró eludir la tapada, siempre infalible, de Agustín y en el segundo lo quemó, solo, de a pocos metros. Agustín voló hacia su derecha, con toda su alma voló, con todos sus reflejos, tocó la pelota, la detuvo pero no del todo, ella siguió su carrera lenta pero fatal y, cuando parecía que no entraba, entró apenas junto al poste derecho. No hubo un solo jugador argentino para darle una caricia, sólo eso, y mandarla al corner. Ahí, Cejas perdió la oportunidad de su vida: ser el arquero de la Selección Argentina en el Mundial de Pelé, el del ’70. Perfumo, en El Gráfico, declaró: “En este Mundial vamos a ver muchas cosas. Muchos de esos delanteros que tanto necesitamos. Pero no vamos a ver a un arquero como Cejas”. El padre de Agustín le dijo: “No te preocupés, pibe. Vos sos muy joven y muy bueno. Te vas a cansar de jugar Mundiales”. Cejas tenía veinticuatro años, apenas. Pero nunca pudo jugar un Mundial. Si hubiera jugado el del ’70 habría pasado a la historia grande del fútbol mundial. Ni siquiera el inglés Banks, que en ese Mundial le sacó a Pelé un increíble frentazo esquinado, abajo, le podría haber arrebatado la gloria de ser el mejor. Sin embargo, tuvo un verdadero consuelo, tan grande como grande era el que se lo ofreció, Pelé. En un amistoso jugado el 8/3/70, Pelé maniobra entre varios defensores argentinos. El material que entrega YouTube es brasileño, de modo que busca exhibir la grandeza de ese gol. Así, aclara: “Cejas era o maior goleiro da época”. Como, en efecto, lo era, lo vemos adelantado, como si diera por indubitable que Pelé dribbleará a todos y él tendrá que anticiparlo antes de que pueda rearmarse y se le venga encima con pelota dominada. (“Dribblear” es una mezcla de inglés y castellano. Significa “eludir” a uno o varios contrarios. Pelé, Maradona y Messi han sido y son artistas de esta difícil jugada. Consultar: Pier Paolo Pasolini, Il calcio “è” un linguaggio con i suoi poeti e prosatori, 1971. Pasolini, otro escritor loco por el fútbol. Como tantos.) Pero no sucede así. Pelé, en un exquisito momento en que está algo tapado para Cejas, saca no un zapatazo, sino un deleitable disparo alto, al ángulo derecho, ese ángulo al que Borocotó (padre desde luego, el de las inolvidables Apiladas) llamara “el rincón de las almas”, que deja parado a Cejas. Después, el héroe del Santos declara: “Sí, claro que lo vi adelantado. ¿Cómo no lo iba a estar? Es un gran arquero. Siempre está en el achique. Ojalá lo tuviera en mi equipo”. Lo tuvo.
¿Qué hacía de Cejas el gran arquero que era? No fue el arquero atajador. No fue el arquero jugador. Fue las dos cosas. Atajaba y salía. Nadie, en la historia de su puesto, salió a tapar al delantero que viene con pelota detenida como Cejas. “Las tapadas de Cejas” eran su especialidad de la casa. Usaba los puños como si rechazaran tres defensores juntos. Contra Nacional, en Montevideo, en 1967, dio una clase deslumbrante del uso de los puños (siempre los dos) para despejar pelotas complicadas. (Actualmente, el Chiquito Romero lo hace muy bien.) Volvemos a las tapadas. ¿Cómo tapaba Agustín? Hoy, y desde hace tiempo, se tapa mal. Se tapa con los pies. O no se tapa. Se ve a cientos de arqueros internacionales que “esperan” al delantero, lo dejan patear y se tiran. Nunca llegan. Siempre es tarde. Si el delantero patea, el arquero no llega ni llegará. No hay que dejar patear al delantero. Y si patea hay que estarle “ya” encima. Se tapa adelantando las dos manos y protegiéndolas con el cuerpo. El cuerpo siempre detrás de las manos, entre erguido y arqueado. Se trata de que la pelota no pase por arriba ni por abajo. Cejas comentaba: “No tengo que permitir que me la pasen por arriba”. La corpulencia del arquero es esencial en este tipo de jugadas. Y Agustín era muy corpulento. Andaba cerca del metro noventa, por ahí, sin llegar. Era muy veloz. Siempre –o casi siempre– tomaba una decisión y una sola. Después de la noche negra contra Estudiantes en La Plata y luego en River, dijo: “Cuando anduve mal siempre se me ocurrían dos cosas para hacer en cada jugada”. El arquero debe jugarse siempre a una. Si se le ocurren dos, dudará. Si duda, cuando resuelva esa duda, tendrá que ir a buscar la pelota adentro. Agustín podía y sabía volar. Pero no era un arquero volador. Hay grandes atajadas, sí. Pero quedan para el espectáculo fácil. Para las repeticiones por TV. El gran arquero no vuela mucho. Sabe dónde irá la pelota. Ahí, la estará esperando. Estar colocado en el punto justo es la gran sabiduría del arquero. Agustín “mataba” los tiros violentos, a media altura, sin molestarse mucho. A esa temible pelota con hambre de red, con la mano derecha le daba una especia de cachetada, noqueándola, con la izquierda la recibía, con las dos la aprisionaba, y era suya. Era bueno de arriba. Sabía que el área chica es y debe ser siempre del arquero. Tenía dos defectos que nunca solucionó. No es que fuera malo entregando desde el arco, pero tuvo que aprender y duramente. Al principio, llegaron a dominarlo los nervios. Fue cuando era arquero de la selección juvenil. En un partido con Colo-Colo. Y en las desairadas jornadas contra Estudiantes. Era muy joven y las inteligentes crueldades de Zubeldía y Bilardo lo descolocaron. Como a Perfumo, que lo reventó a Bilardo de una patada y se hizo echar. A Cejas se le había muerto la madre hacía menos de un mes. Le arrojaron algunos comentarios sobre ciertas profesiones de su vieja que él ignoraba. Cejas, que la quería mucho, se transformó en un cable pelado y no vio una. Un año después jugó contra Estudiantes en cancha del inteligente equipo de Zubeldía, que podía jugar con el Edipo latiente y dolido de un arquero joven. Resolvió todas las picardías que los pincharratas le habían hecho comer un año atrás. Jugó brillantemente. Zubeldía declaró: “No me sorprende. Es un gran arquero”.
En 1970 se lo llevó Pelé. Su último partido fue contra San Lorenzo. Lo fui a ver. Llevé conmigo a mi querido sobrino David Feinmann, que todavía era un pibe. A Cejas le toca el arco que tiene detrás a la hinchada de San Lorenzo. Mientras se va acercando, la hinchada azulgrana empieza a cantar: “¡A-gus-tín! ¡A-gus-tín! ¡A-gus-tín!”, tal como le cantaba la hinchada racinguista, y que era un reconocimiento doble, ya que relacionaba el “¡A-gus-tín!” con el “¡A-ma-deo!” que los de River le dedicaban a su gran arquero-ídolo. “Escuchá –le digo a mi sobrino–. Son los de San Lorenzo los que lo reciben como si fuera uno de ellos.” Al lado mío, un señor azulgrana me dice: “¿Sabe qué? No solamente es un gran jugador, es una gran persona”.
Podría escribir más sobre este hombre que encarnó con tanta dignidad, elegancia y sabiduría el puesto que es, no tengo dudas, el más complejo, difícil, solitario, glorioso y trágico del fútbol, que se debate hoy entre el arte y el negocio. Y, a veces, por medio de la violencia que ha ido creciendo, entre la vida y la muerte. Pero quiero señalar algo: las redes sociales han reaccionado poderosamente ante la muerte de Agustín Mario Cejas. Se ve, en él, al grande, al ídolo, de una época que murió. Lo saludan hinchas de todos los equipos. De San Lorenzo, de Boca, de Ríver, de Estudiantes. Hoy, que entre las hinchadas hay violencia, hay muerte, y no reconocimiento, todos reconocen a un grande. Un tipo que no despertó odios. Que limpiamente jugó al fútbol, defendió su valla, y lo hizo con brillantez y con humildad. Acaso el gran nombre de Agustín Mario Cejas pueda ser el punto de convergencia en que se encuentren las pasiones sin agredirse, sin violencia, apenas, nada menos, para defender al bello deporte del fútbol de los turbios negocios, de los ejércitos de matones, para defenderlo como él, Agustín Mario, tantas veces y tan hermosamente bien, defendió su valla.