Volá alto, Chango

Por Favio Verona (*)

“Chango, parecemos Mosca y Smith con estos lentes”, me dijo una tarde en la que ambos teníamos unos lentes de sol tamaño king size. El Chino no dejaba pasar una. Francotirador de alta precisión, su voz disparaba como un fusil y su munición preferida era el ingenio para la cargada socarrona, acompañada por carcajadas inconfundibles y contagiosas, que retumbaban con fuerza en toda la redacción. Así era Juanjo: a las adversidades las gambeteaba con su risa marca registrada.

Maestro en el arte de la gastada sin malicia, se divertía y transmitía su alegría. Rockero de ley, pero al mismo tiempo tan ecléctico que recitaba de memoria las letras de todas las canciones de cumbia noventosa. Culto, lector serial de lo ajeno, tal como él mismo se definía, se tomaba un porrón de cerveza y hacía magia con el teclado. Su lugar, su hábitat natural, era el pabellón, un sector de la redacción de Olé que compartía con el Niño Montalá, Nando Maderna, Cachorro Claus, el Ronco Iuele, Silvito Favale, Brunito Sturari y Carpa.

Él no era de los que salen a la cancha con cara de culo. El Chino corría todas las pelotas y se metía en el barro. Pero incluso ahí, en el lodazal más denso, se movía con una sonrisa y tiraba el taquito o el caño en el momento preciso. “Para que a la gente le resulte entretenido un texto, el primero que se tiene que entretener al hacerlo sos vos”, aconsejaba.

Fueron decenas los clásicos de Avellaneda que miramos codo a codo, en la cancha o en el diario. Yo de Independiente y él fanático de Racing. Ante cada avance del Rojo, emulaba los cuernitos de Mostaza Merlo. Porque el Chino era así, bien cabulero. Una tarde, con la Academia peleando un torneo, me escuchó gritar desaforado los goles que privaron a su equipo del título. “¡Te voy a matar!”, arremetió. No pasaron ni cinco minutos y todo terminó en un abrazo. “No pasa nada, chango, a mí me gusta que haya cargadas. Esto es el fútbol”, dijo. El ida y vuelta folclórico era permanente y divertido.

A Racing lo sentía a flor de piel. Ni siquiera la enfermedad que se lo llevó logró extinguir su pasión: hasta el final hubo intercambio de mensajes hablando del Rojo y de la Acadé, que le regaló una última gran alegría al ganar la Sudamericana en Asunción.

Gran compañero, solidario, generoso para compartir su conocimiento, dueño de una humildad impropia de su talento inconmensurable, el Chino era un apasionado de todo: el fútbol, la política, la música o la literatura. Le sobraba capacidad para redactar con lenguaje académico, pero en su prosa siempre afloraba el arrabal. “Si saturás el texto de palabras difíciles, el tipo que te lee se tira del tren Roca”, enseñaba. Mejor, entonces, evitarles problemas a los maquinistas del ferrocarril.

Sus consejos eran simples, cortitos y al pie, sin rebusques pretenciosos, pero imprescindibles. Juanjo siempre tenía a mano alguna reflexión, una interesante mirada abarcativa sobre todos los campos. De todo hablaba con pasión porque era un apasionado de la vida. Tal vez por eso la peleó hasta el final. Y es mentira que la enfermedad le ganó: el Chino vivirá por siempre en el recuerdo de cualquiera que haya tenido el privilegio de compartir al menos un mate con él.

(*)Periodista