Walter, la dignidad de las palabras

Por Ariel Scher

Que no nos jodan. Que no nos digan que el mundo sigue sonando. No sigue sonando el mundo. Aunque los pájaros se esmeren, aunque la tierra cruja. Murió Walter. Walter: o Saavedra, o Waltergol, o el relator de partidos y de existencias, o cantame cantame Walter cantame un gol, o la garganta honda para que lluevan estremecimientos, o el corazón latiendo a través del lenguaje, o la poesía hecha fútbol, o los micrófonos bailando, o la fiesta de los oídos, o el compromiso con la memoria, o el primero que saludaba en cada cumpleaños por Facebook, o el compañero enorme.

Saben eso y mucho más que eso quienes se acurrucaron junto a una radio para emocionarse con sus narraciones de corners y de gambetas. Como en sus domingos santafesinos mientras el Flaco Bergessio, su comentarista, le susurraba sabidurías en las orejas. Como en sus años en Rivadavia, con la boca plena y el castellano entero para que el pueblo ejerza su derecho a que le cuenten buenas historias. Como en tantas emisoras en las que voló sobre el viento de informaciones y de metáforas al que decidió subirse desde pibito. Siempre con la lengua encendida, siempre con los párpados enfocados en la humanidad, se ocupó de darles dignidad a las palabras cuando le tocó transmitir para multitudes o cuando fabuló clásicos maravillosos para regalárselos a algún chiquito que lo admiraba. Walter hacía eso, se comportaba capaz de eso, amaba eso, era eso.

«Como vas a saber lo que es la amistad si nunca devolviste una pared», dice su poema «Nunca jamás», un canto de identidad con la pelota y con las personas. Walter escribía fenómeno. Lo prueba su libro «Hambre de gol», por ejemplo, parido en sociedad con su querido Turco Cherep. Y recitaba tan lindo como escribía, aunando los versos eruditos con el aire de la clase trabajadora a la que se enorgullecía de pertenecer.

Para honrarlo a la altura de lo que merece, habría que pararse en las esquinas y gritar gol durante por lo menos medio año. Pero la tristeza es demasiado grande. Así que, con los tímpanos habitados por alguna de sus ecos maestros, sólo es posible balbucear chau relator, gracias Walter entrañable, mientras la vida, también triste, se queda en silencio.