Pablito

Por Ariel Scher
Entonces, Pablito Calvo parpadeó esa mirada que casi siempre era tres cuartos ternura y un cuarto timidez, remarcó dos sustantivos en uno de aquellos cuadernos en los que anotaba secretos de la condición humana que después iluminarían sus textos, soltó una sonrisa también tierna y también tímida y reveló:

-La clave de todo estuvo en la corbata.

Desde cien lugares y desde doscientos teléfonos lo llamaban para hacerle preguntas sobre su charla con el Papa Francisco. Cierto que la nota se leía buenísima. Pablito había integrado un grupo muy corto de cronistas habilitados a una cita con ese entrevistado tan codiciado. Respetuoso de la labor de los demás (Pablito respetaba invariablemente a los demás) desentendido de cualquier hambre profesional competitivo (a contramano de ciertas sugerencias de época, Pablito creía en compartir y no en competir), buscaba sembrar una huella propia en esa nota, detectar una ruta que capturara la atención de un señor que, seguro, respiraba atento a tantas otras cuestiones. Apeló a lo que más lo conmovía e intuyó que esa conmoción lo arrimaría a la conmoción de su interlocutor, al cabo un individuo por más Papa que fuera: la corbata era azulgrana. Azulgrana como San Lorenzo, como Pablito en cada vena y en cada arteria, como Francisco, como miles y miles. La fórmula funcionó con la eficacia que, en general, le funcionaban las fórmulas a Pablito. Esos dos hinchas de San Lorenzo -Pablito, que nació entre las humildades urbanas y queribles de Avellaneda; Jorge Bergoglio, que tenía al planeta literalmente a sus pies- establecieron una corriente de simpatías que desembocó en un intercambio con contribuciones para la memoria.

Por las dudas, Pablito no se agotó en ese recurso y desplegó dos biromes sobre su cuaderno. Previsible: una roja y una azul. Y, ya en estado de confianzas, transformó en una cumbre de fe cuerva a ese encuentro con un hombre que representaba la fe de millones.

Así trabajaba. O así andaba. Soñando jugada por jugada. Era su método y no lo cambiaba si el del otro lado manejaba al Vaticano o si se trataba de uno de los castigados por la realidad injusta, si como contraparte se le paraban el filósofo Mario Bunge o el admirado Osvaldo Bayer o gentes esfumadas para las otras gentes, salvo para él, para Pablito. Pablito, de una pieza Pablito, que tenía en claro que no existía nadie que importara más que nadie. «Dios es cuervo» se titula uno de sus cuatro libros, impecable como todas sus hojas, que impregnaba -e impregna- la piel de fútbol, de identidad, de originalidad y de prosa de encantos. Hubo una tarde en la que un lector que lo frecuentaba le sugirió que el nombre de la obra merecía ser «Calvo es cuervo». Otro lector, en la cúspide del fervor, le propuso «Dios es Calvo». Las dos veces dejó fluir esa mirada tres cuartos ternura y un cuarto timidez y devolvió casi inhibido, a un abismo de la jactancia: «Dejate de joder».

Pablito relucía cuando pronunciaba cualquiera de las cuatro letras del nombre de León, su hijo, su orgullo, su socio de veredas, de fascinaciones y de tribunas. A León lo enfocaba particularmente durante una noche sanlorencísima, apenas un poquito menos sanlorencísima que la de la consagración en la Copa Libertadores que surcaron juntos, en un local de San Juan y Boedo. Entre cuatro paredes pobladas de cuervismo, presentó otro libro, «Los tesoros del Gasómetro», verdadera acumulación de tesoros del Ciclón y de la Argentina, tesoros tan atesorables que, en conjunto, parían el tesoro aún mayor que quedaba edificado en ese libro. Crack Pablito, formaba equipo ahí pegado a otros cracks de esos colores. A su lado, el Gringo Scotta le agradecía semejante laburo y repasaba con gracia algunos de sus goles infinitos. A metro y medio, el Sapo Villar desparramaba postales antiguas que tiraban paredes con las magias del libro. A dos metros, Mario Rizzi dimensionaba la necesidad de que alguien, alguien con esa sensibilidad y con ese talento, hubiera nucleado un pasado riquísimo que marcaba caminos hacia un futuro posible. Pablito expuso después de ellos, como pudo, estremecido por la cercanía de los héroes de su infancia, refractario a que esos héroes lo valoraran en ese instante como a un héroe, impactado como era raro hallarlo, dulce como en cada oportunidad. Sin proponérselo, evidenció el enorme periodista que era y el enorme tipo que era al traslucir los itinerarios que lo habían trasladado a cada tesoro que había convertido en palabra. Enfrente suyo, mezclada con el resto del público, algunas butacas atrás de León, lo oía María Maravilla de Mundo, o sea la hija de José Cristóbal Maravilla, el autor del primer gol televisado en la Argentina, o sea la pareja del artista plástico René Mundo, o sea la protagonista de uno de los focos que Pablito había logrado alumbrar con su curiosidad de cronista y su grandeza de escritor. «Maravilla de Mundo, ¿te das cuenta? Lo que puede San Lorenzo», sintetizó.

Amaba esos hallazgos. En el café con amistades, atribuía a la casualidad esa capacidad tan suya de restaurar lo extraviado y de ver guirnaldas donde otros sólo distinguían manchas. No había perspectiva de convencerlo de que eso era pura modestia o incomodidad ante el elogio. Pablito escudriñaba los archivos como quien está en una fiesta de amores, oía voces honrando eso que Rodolfo Walsh abrevió como «escribir es escuchar», dormía imaginando pistas que aterrizaran en el dato que faltaba, le obsequiaba un cuento a la Peña Cuerva de Tandil que podía añadirse a las mejores antologías de literatura sobre fútbol o sobre la belleza, zapateaba las calles con la certeza de que allí radicaba lo esencial del periodismo, escalaba a la punta del Obelisco con un mate en la mano -si, tal cual- para eslabonar otro punto de vista en su ancha vocación de mirador, anudaba desvelos con quienes no disponían de un sitio para dormir porque interpretaba que en volver visibles a los invisibles residía una de las llaves que le habían abierto la voluntad por ejercer el oficio en el que brillaba sin querer que le susurraban que era un brillante.

Si para concebir «Los mendigos y el tirano» -su libro segundo, dedicado al comportamiento arrasador del genocida Antonio Bussi en la última dictadura-, Pablito descerrajó las claves de unos cuantos notables del periodismo, sobre todo las de Tomás Eloy Martínez, cuando en el 2018 le avisaron que cubriría el Mundial de fútbol no sólo tomó clases de ese idioma del que no guardaba un solo eco sino que digirió de Rusia tanto como podía caber en un solo sujeto. O más. «No lo puedo creer. Qué alegría. Me voy a leer a los clásicos rusos a ver si puedo contar un cachito de semejante cultura», le confidenció, radiante, a un compañero, en una confitería en diagonal al Congreso, mientras habitaba con apuntes un cuadernito que lo acompañaría en esa aventura. Hizo bastante más que eso. Cuando pisó Moscú, comenzó un ciclo de artículos tan o más interesante que el rodar de la pelota. Leer a Pablito implicaba acariciar el cielo y el suelo de Rusia, pero sin que eso postergara su especialidad irrompible: las personas. En la verdulería de su barrio o en el otro costado del universo, el rasgo de su periodismo y el trazo de quién era germinaban como una señal de estilo: contaba lo extraordinario, pero no se le fugaba jamás que la vida real sudaba, olía, sonaba y callaba en lo cotidiano. Por eso, podía ubicar a la tumba de Lenin y a la cara de rutina de un custodio del Kremlin en la misma nota con las cadencias narrativas de un maestro.

En el arranque de este abril, se había encandilado con un artículo perdido de Osvaldo Soriano destinado a Enrique Salvador Chazarreta, un excelente jugador de San Lorenzo que acababa de morir. «Tengo el autógrafo de Chaza y el recuerdo de su mirada triste», le develó a un amigo, poético Pablito hasta para los mensajes tipeados entre urgencias. Aquel material aportaba un retrato del futbolista hecho por Hermenegildo Sábat, el artista uruguayo que dibujó a Pablito muchas veces y le regó las orejas con un anecdotario único. «Voy a tratar de escribir una bio de Menchi», anunció, lo que significaba más que un anuncio porque, si lo esbozaba, significaba que la cocina de otro libro empezaba a arder. Pablito no cultivaba los pronósticos, pero cualquiera que lo conocía podía atreverse a hacerlos y vaticinar que vendría algo magnífico.

Hubiera sido un debate hermoso con Pablito establecer si a estas líneas que enseguida concluyen les está permitido virar el tono y migrar hacia la primera persona. Tan preciosista del relato como del afecto, lo cautivaba indagar en formas viejas y nuevas de entretejer una historia. Se la pasaba aprendiendo sin parar y enseñando sin asumir que enseñaba. Sin embargo, en este tiempo extraño, la vida asoma demasiado empecinada en disfrazarse de muerte y el horizonte se planta como una lluvia de cenizas, así que ese debate no será posible. Igual, por algo que no se explica pero sí se siente, allá vamos: chau Pablito, honorable compañero, te leemos y te queremos para todas las eternidades que se vengan. Y te avisamos, desde el alma, que, tres cuartos ternura y un cuarto timidez, para siempre nos estás mirando.