Las Malvinas, el fútbol, la vida

Por Marcelo Rosasco (*)

Cuarenta años son una vida. Una vida que muchos soldados dejaron con sus sueños en nuestras Islas Malvinas, vÍctimas de la improvisación, la desidia y la borrachera de alcohol y de ambición mesiánica de un General y sus cómplices civiles. Esos mismos cuarenta años lleva una generación de sobrevivientes en procura de reconocimiento, derechos y justicia, porque -después de todo- las Malvinas fueron, son y serán argentinas mal que le pese a la desmemoria y a la negligencia de cierta clase política que hasta las ofreció como moneda de cambio, y un abrazo externo que sólo parece venir de los pueblos solidarios, hermanos en luchas colectivas. Apelando a una metáfora futbolera, estos cuarenta años son un partido que entró en el alargue y tiene un final con un resultado cada vez más incierto: los jugadores están cada vez más grandes, se les diluyen los reflejos, se agotan las tácticas y los entrenadores no le encuentran la vuelta y el rival parece firme en su retaguardia. Solo queda el enorme abrazo de la tribuna que alienta y alienta sin parar; que exige esfuerzos pero reconoce trayectorias y que está dispuesta a jugársela hasta que el árbitro haga justicia.

En aquellos cuarenta años, no había fútbol en la tele 24 x 24, los panelistas no se encimaban a grito pelado en las pantallas en su mayoría blanco y negro y el VAR era ficción en alguna mente creativa. Había medios que gritaban triunfos por anticipado, llenaban páginas y páginas con falsas expectativas y solían confundir de rival. Y también había una Selección que cada vez que jugaba en el Mundial se convertía en brazos que abrazaban a los miles que se jugaban el partido de la vida en medio del frío esquivando bombas como Diego y atacando el arco rival como Kempes. En ese partido, tejían lazos, construían patria y sembraban soberanía.

Los que se llevan por lo frío de los resultados aseguran que el partido se perdió; que muchos de aquellos jugadores quedaron para siempre en el campo de juego y en la memoria de todos. Otros volvieron lesionados pero con la frente alta porque lo dieron todo ante la disparidad de fuerzas, dispuestos a reivindicar a sus camaradas. Y sintieron y sienten que mientras siguen en su camino de reconstrucción y reinserción de donde alguna vez los mandaron a esa loca aventura, poco tiempo después alguien los reivindicaba desde otro escenario, con una pelota y el poder eterno de su magia.

Esa magia que solo tiene el deporte para hacernos entender muchas veces que la vida vale la pena vivirse una y mil veces antes que ser arriesgada en una guerra absurda como todas las guerras a la que mandaron a una generación hace cuarenta años.

(*) Profesor de TEA y Deportea, periodista, ex combatiente